Moderneces
De todos los vampiros que conocí en aquellos años, y fueron muchos, Plokk era el más sorprendente. Se adaptaba con gran facilidad a las costumbres humanas. Le encantaba, por ejemplo, el olor a ajo. No era creyente, pero no faltaba nunca a la misa de una, los domingos. Y su buen talante, su figura bonachona y constante buen humor le hacían popular entre los parroquianos (y las parroquianas, yo tampoco era una excepción). Tenía, sin embargo, algunos dejes de su vida anterior. Dormía en un ataúd monísimo que se hizo a medida, eso sí, en el fondo, nada de tierra transilvana, un buen colchón, viscoelástica, de la buena, que se acoplaba al cuerpo sin que se hundiera demasiado. Era, en todo caso, un vampiro moderno.
Lo conocí pues, en aquel pueblo de Ortegal, a donde había ido a perderse, huyendo de todo. Trabajaba y vivía en el faro, así que tiempo libre no le faltaba. Solía dejarse caer a la tarde por el bar. Rodeado de gente, contaba sus batallitas pasadas. En eso era muy apreciado. Como no gustaba de la cerveza ni el vino, sorbía una horchata toda la tarde, a sorbitos cortos. Cuando decía entre bromas que mejor beber esto que no lo otro, la gente se reía a carcajada viva, no le tomaban en serio. Era todo un personaje que no se sentía a gusto con su naturaleza. Se podría decir que era un transgénero. O transespecie en este caso. Un gallego en cuerpo de vampiro… o viceversa. Su propia familia le había echado de casa cuando llegó un día (una noche) y dijo que había comprado cincuenta kilos de chufas a una empresa valenciana al por mayor. Quiero quitarme de la sangre y fabricar mi propia horchata, les dijo. Esto fue
demasiado para ellos que lo señalaron desde entonces como el garbanzo negro. Un vampiro abstemio, ¡una modernez intolerable! Esa misma noche pues, dejó atrás a su familia; una familia de vampiros muy bien situada: su padre, presidente de una Caja de Ahorros; un hermano, directivo de Telefónica, y su madre, vicepresidenta de la Cámara de comercio, para irse a vivir a la Alboraya, a iniciar su nueva vida.
Y así vivió unos años. Alimentándose únicamente de horchata, eso sí, de primera calidad. Pero como no se acababa de adaptar al calor, finalmente vio un anuncio en el teletexto (no era moderno para todo) para trabajar en un faro. Y no se lo pensó.
Cuando compareció en el pueblo quiso ser sincero, se presentó como un vampiro arrepentido, anónimo, que humildemente quería rehacer su vida. Al principio chocó mucho esto. No le cogieron. A la boticaria le gustó mucho pero al alcalde le pareció que era un cachondo mental, un graciosillo que lo que quería era tomarles el pelo. ¡Que no, leche! No podían acoger a alguien así. ¡Por encima de mi cadáver! –decía el alcalde a voz en grito. No hizo falta tanto. En las siguientes elecciones, la boticaria salió elegida por un puñado de votos. Y como los candidatos elegidos no tardaban en renunciar al poco tiempo, hartos del tiempo galiciano siempre nublado, plomizo y húmedo, Plokk acabó haciéndose con el puesto. El que insiste, gana.
A los tres meses ya estaba plenamente adaptado. Sin embargo su alimentación no mejoraba. Su dieta básica seguía incluyendo exclusivamente horchata. Como era muy popular entre las mozas del pueblo, las madres andaban a la caza, y lo invitaban a comer pero él se excusaba, decía que los
vampiros modernos no pueden tomar alimentos de humanos, que tenía informes médicos que lo desaconsejaban. A las madres esto de los informes médicos les parecía una paparrucha, y más que hacerlas desistir las espoleaba.
─ Tiene muy buena pinta, ─decía. Pero es que al ser vampiro, usted me
excusará…
De toda la gastronomía local, a lo único que se aficionó fueron los pimientos de padrón que mi padre cultivaba y llevaba años embraveciendo. Presumía de que el dicho de que “unos pican e outros non”, no valía para él, en su huerto, “todos sí, y a rabiar, ¡y punto!”.
Discúlpenme que no haya comentado hasta ahora que la nueva alcaldesa era yo, y mi padre, el alcalde saliente. Y debo admitir, que mi conocimiento de la viscoelástica no era teórico, si no de primera mano. Llevaba apenas seis meses cuando empezamos a salir. Era muy meloso. A mí su naturaleza vampírica me daba igual. Al fin y al cabo ya casi no quedaban mozos en el pueblo, y los que me habían rondado cuando jovencita, Anxo y Yago los hijos del vaquero, que eran gemelos e igual de zopencos no me decían las cosas que me decía Plokk. Cuando paseábamos por las lindes, entre zarzas y hierbabuena (en el pueblo no había muchos sitios donde pasear) me decía con ojos acaramelados “Lúa, no he visto nunca un cuello como el tuyo”.
La relación caminaba firme. Y mi padre, que estaba empezando a olerse lo de la viscoelástica, quiso que el señor Casto, el párroco de Teixido, formalizara la relación. Así conocí a su familia. Vinieron todos, hasta las primas lejanas, no porque le perdonaran, o quisieran compartir con él ese momento. Si no, para
ver con sus propios ojos quién era la pánfila que aguantaba a su hijo. Y ahí aparecieron; todo emperifollados, con ese aire gótico de los vampiros antiguos, que allí en el pueblo, en fiestas, tampoco desentonaba tanto. Por supuesto no perdieron el tiempo y aprovecharon el viaje para colarnos varias domiciliaciones y contratos de telefonía con el ayuntamiento, a condiciones ventajosísimas, decían. Los vampiros modernos te sangran igual, pero te enteras más tarde.