MASSACHUSETTS
Vivir en una casa encantada es un horror que solo trae desgracias, como conocemos bien por los telefilmes americanos de los domingos por la tarde.
Una joven pareja se ha trasladado a vivir al campo a un lugar apartado a las afueras de Massachusetts. Encontraron una gran mansión a un precio más que razonable, una ganga. Porque en EEUU pasan estas cosas, se encuentran gangas inmobiliarias. Pueden pagarla pero van un poco justos, no importa, confían en que les va a ir bien. Esto de ir apurados es muy importante porque si no de qué perseverar y encabezonarse en vivir en una casa con ruidos guturales y risas de niño saliendo de las cañerías.
Él trabaja fuera, muchas horas. Ella está embarazada y se queda en casa para ir abriendo cajas, haciendo arreglos y arrancando el papel de la pared, (que es algo que las mujeres embarazadas en las afueras de Massachusetts hacen muy a menudo), no como aquí que la costumbre hispánica es más de contratar al cuñado de un amigo que es alicatador, que tiene una máquina de gotelé y además es de confianza y te lo hace sin IVA.
Pero volviendo a Massachusetts, la mujer en casa, sola, es la quinta esencia de la fragilidad. ¿Por qué no podría ser al revés? Ella trabajando y él quedándose a arrancar el papel de la pared. Y es que los guionistas mantienen una relación amor-odio con los tópicos. No tardan en producirse fenómenos extraños, un cuchillo clavado como una estaca en la encimera, las luces del salón centelleando con un ligero temblor. Uno ve esto y piensa, yo a la primera no, pero al segundo parpadeo inquietante de la bombilla o a la primera mecedora que se mueve en el sótano, ya he salido como un gamo escaleras afuera, he arrancado el polo coupé y me he cruzado la frontera más cercana sin que haya dado tiempo a que se quemen las magdalenas que dejé en el horno. Un pasaje y a pasar el susto con la familia, en el centro de Albacete, porque es bien sabido, aunque por razones aún no aclaradas suficientemente, que el negociado de espectros y fantasmas tiene querencia por el mercado inmobiliario norteamericano más que por La Mancha profunda.
Pero si vivir en una casa encantada es una cosa horrorosa, venderla, ser el gestor inmobiliario encargado de colocarla a buen precio y sacar un beneficio es algo que no está pagado.
El señor Martínez, hombre con experiencia en esto de las ventas, no lograba deshacerse de un caserón no lejos de la ciudad. El casoplón construido a mitad del siglo XIX, había pasado por muchas manos como es lógico. En los 70, ya abandonado, un grupo de chicos gamberreando por los alrededores en vez de estudiar las asignaturas de derecho que les habían quedado para septiembre se toparon con la tragedia, uno de ellos cayó en un pozo de treinta metros de profundidad echando por tierra, nunca mejor dicho, su futuro en el derecho. Anteriormente en los cincuenta, un padre de familia ofuscado por la supuesta infidelidad de su esposa había asesinado a sus hijos delante de ella, y luego se había colgado de uno de los abedules de la entrada, dejándola a ella viva para que lidiara toda su vida con el peso de la culpa. Aún hoy en las noches de invierno parecen oírse los gritos de la mujer silbando entre las ramas del abedul. Y aún antes durante la guerra civil, las tapias habían contemplado no pocos fusilamientos y torturas. Claro está que el origen de la maldición de la casa venía de lejos, pues se sabe que su edificación y terrenos fueron en orden (de más moderno a más antiguo): un sanatorio mental, unos calabozos, un lugar de reunión para aquelarres, y hasta un cementerio celtíbero, que ya es tozudez seguir insistiendo e insistiendo en edificar, con este currículum, si la cosa ya se veía, porque se veía, que había empezado mal, y con el paso de los siglos había ido superándose a peor. Es decir, que el overbooking de espectros, espíritus, almas en pena, duendes burlones, aparecidos, sin cabeza, o con cabeza, fantasmas etéreos, fantasmas de apariencia sólida, clásicos de sábana ensangrentada, damas de blanco, damas de negro, psicofonías, niños de mirada inquietante, sombras malignas y/o ectoplasmas, era tal, y todo tan masificado y desorganizado, que hubiera sido lo suyo ayudarles a establecer un horario estricto y unas normas de aparición por decirlo así, venga tú, de cuatro a seis, tú turno de noche, los niños del pasillo a las nueve ya a dormir, tema vacaciones: no quiero quejas, tú en julio, tú agosto, venga los de septiembre a la derecha. Horas extras, no computan. Porque se puede ser espectro y al mismo tiempo cuidar la profesionalidad.
El hecho de que tuviera esa fama (bien ganada) de casa encantada había hecho decaer el interés de los compradores, a pesar de las habilidades de venta del señor Martínez. En más de una ocasión le había dicho a Ramírez su compañero de oficina:
– Esta no se vende, Ramirez, -negando con la cabeza.
– Tranquilo, yo confío mucho en ti. Te apuesto lo que quieras a que lo consigues.
– Unas cañas.
Y así pasaban los meses. Cada vez que la enseñaba, ya fuera a un matrimonio de Amurrio, o a una familia de Jumilla, -por supuesto no decía una palabra del encantamiento-, que más que psicofonías eran radiofonías, lo que se podía oír allí, auténticos culebrones que se podían seguir por entregas. Sin embargo, los posibles compradores desistían en cuanto se enteraban de los rumores y tragedias humanas vividas entre sus muros e incluso fuera de ellos.
El fino olfato de perro viejo, de aguerrido agente inmobiliario le decía a Martínez que era mejor cambiar de estrategia. Hacer de la necesidad virtud, y vender como un atractivo más de la casa su intensa vida espectral. Así que pasó de ocultar su pasado a exagerar su presente. El viejo truco de la exageración creaba un efecto paradójico, de psicología inversa en los fantasmas.
– Miren ustedes atentamente esa mecedora –decía con tono de maestro de ceremonias del circo mundial- y no tardarán en ver cómo un soldado carlista que falleció hace más de cien años tal que aquí, la balancea para ustedes. Esto es mejor que el cine, ya verán. Esperen un momento.
Y ahí nada pasaba, ni nada se movía. Porque los fantasmas, -invisibles para los ojos humanos-, parapetados justo detrás de la mecedora, empujándose por estar en primera fila y no perderse nada, son muy suyos y no les gusta que les den órdenes.
Y así, haciendo el tour habitación por habitación Martínez creaba unas expectativas fabulosas en los visitantes. Haciéndose el decepcionado con cada nuevo fiasco. Ya fuera una lámpara que debía parpadear o un espejo que tendría que caerse sobre el suelo y romperse en mil pedazos. Por no pasar, los fantasmas no dejaban ni que crujiera el suelo cuando así lo indicaba Martínez. Tal era el fracaso que al finalizar el tour por todas las habitaciones, Martínez se disculpaba abochornado, porque nunca le había pasado nada así, y les juraba y perjuraba que esa casa era la bomba.
Finalmente una familia de Albacete, los Pelaez, aburridos de tanto sosiego, se hicieron con ella. Y Martínez tuvo que pagar su apuesta.
Como es gente con talante emprendedor están pensando en montar un negocio, semejante a un pasaje del terror, que tiene mucho más sentido que vivir allí. Y podría revitalizar las posibilidades económicas de la comarca. Los muertos, andan asustados, aún no han decidido qué van a hacer, hay división de opiniones. Algunos están pensando en mudarse a Massachusetts.