La historia del lobo

Déjame contarte la historia del lobo. Un lobo joven, de poco más de diez lunas, decidió abandonar la manada. No era sanguinario como el resto. No conocía el odio ni había atacado nunca a los cabreros. Cuando miraba su reflejo en el remanso del río parecía querer arrancarse las fauces. Pero no podía. Con frecuencia, los pastores, le veían limarse los colmillos contra las piedras en algún collado. Los afila, murmuraban los pastores. Pronto atacará.
El lobo sabía desde siempre de la existencia de los humanos. Se le podía ver al otro lado del arroyo, acechando desde lejos a las lavanderas con curiosidad. Sigiloso, se acercaba siguiendo la dirección contraria al viento, como sabía que debía hacer. Si la desconfianza de las mujeres lo delataba corría tras ellas, ¡no os vayáis, no os vayáis! Parecían decir sus ojos. Pero los gritos alertaban a los hombres. Las hondas y el silbar de las piedras lo devolvían al monte.
De todas las lavanderas era a la joven Ioana a la que más seguía. Olisqueaba sus pasos y el aroma que dejaba en el aire. Ningún hombre se hubiera podido deleitar con ese olor. El lobo sí. Siguiendo el rastro no le fue difícil localizar su cabaña. Pero no fue hasta el invierno, en que reunió valor para aprovechar las sombras en las noches sin luna, recorrer el trecho helado del río y merodear hasta su puerta. Sus intenciones no eran las del resto de lobos, no,
2
pero las casas de los hombres tienen ojos. Y su miedo es grande. Descubrieron sus huellas en la nieve. Y desde ese día se preparaban esperando el momento de asestar el golpe.
Una noche, la silueta del lobo volvió a dibujarse sobre la nieve tierna. Sus pisadas se hundían derritiéndola bajo sus patas. Deslizándose llegó junto al granero de Ioana, como había hecho tantas veces, cuando escuchó un sonido metálico y topó con la fiereza de los humanos. Una trampa medio enterrada en la nieve lanzó su dentellada hiriéndolo en una de sus patas. El dolor debía de ser insoportable. Su aullido rasgó el silencio y se pudo escuchar a lo largo del valle. En ese momento, un joven robusto como una almena salió de la cabaña armado de miedo en los ojos y un cañón largo en la mano. El primer disparo estalló junto a su oreja, el segundo destrozó la empalizada. No era buen tirador. Algo, quizás el dolor, despertó en ese momento la naturaleza de la bestia herida, acostumbrada a no recibir más que rechazo de los humanos. Poseído por la furia se lanzó hacia la garganta del hombre. Todo ocurrió como un relámpago. El joven, paralizado por el horror, no fue capaz de cargar el arma otra vez, pero cuando ya tenía a la bestia encima, logró blandir en alto una hoz que llevaba sujeta al cinto, dispuesto a partirlo en dos. En su último esfuerzo, el lobo alcanzó a clavarle los dientes en el antebrazo pero ante los gritos de los cabreros que salían de sus chamizos, huyó dejando sobre el manto blanco un reguero oscuro.
A la mañana siguiente, todos los mozos menos uno salieron con sus palos y sus armas, esperando encontrar el cuerpo agonizante del lobo pero el rastro se perdía en el río.
─ ¡Dejémoslo ir!
─ ¡No sobrevivirá!
─ Es imposible, iba herido, ─dijeron los mozos.
3
En la aldea, Doruj, que así se llamaba el joven, se batía con la muerte. La herida, infectada y purulenta. La fiebre sumía su mente en una niebla negra. Ioana, le aplicaba remedios y ungüentos de arzolla y hojas secas de llantén. Rezaba y bañaba con lágrimas sus labios al mismo tiempo. Quizá fueran los rezos o la fortaleza del hombre, pero pasados nueve días las fiebres remitieron. Sin embargo Doruj nunca volvió a ser el mismo. Envenenado de miedo y rabia se volvió irascible, cruel con animales y niños. Con frecuencia acusaba a Ioana de tener amantes por todo el valle, incluso en Peștera y Măgura, cuando iban a las ferias de ganado. Desconfiaba y siempre andaba acechante vigilándola a pesar de los ruegos y juramentos de la muchacha. Las noches de plenilunio, Doruj se transformaba en una bestia, emborrachándose con palincă. El ser monstruoso en que se convertía la golpeaba una y otra vez hasta que uno de los dos perdía el sentido. Nadie en las aldeas de la comarca se atrevía a decirle nada. Pero empezaron a huirle. Corrían extrañas historias por los caminos. Algunos juraban haberle oído aullar y le acusaban de beberse en secreto la sangre de los carneros. Las incursiones de las alimañas se volvieron tan frecuentes que era raro el mes que no desaparecía un cordero o algún cabrito. Todos en el valle recelaban en silencio al calor de la lumbre. Desesperados, algunos viajaron varios días para consultar a la curandera a la que recurrían para bendecir la cosecha y el ganado, en busca de algún remedio. ─Vrăjitoare, vrăjitoare, vă rog. Ayúdanos, ─le dijeron. Y le relataban la historia de la transformación de Doruj. La bruja escuchaba sus historias mientras inhalaba los vapores de las hojas de laurel que quemaba en una pira. Cuando terminaron de hablar, concluyó: ─ Lo ha poseído el demonio del lobo. Nada podéis hacer, salvo matarlo. ¡Lupi demonici! ¡Lupi demonici!
4
Desde entonces trazaron un plan. Se disponían a asaltarlo en el paso de Brasov, cuando se dirigiera camino a la feria. El día señalado Doruj llenó el carromato temprano con las jaulas de gallinas, huevos y hortalizas, haciendo creer a su esposa que partía. Sin embargo antes de llegar el sol a lo alto dio media vuelta y emprendió el regreso, emponzoñado su pensamiento con la infidelidad de Ioana. La marcha se hizo lenta, pues una rueda del carromato se dañó contra una piedra. Hartos de espera, Doruj ignoraba que los conspiradores ya iban tras él y lo alcanzaban. Llegó a la aldea con la luna llena asomando al cielo. La luz plateada le permitió ver la escena que tanto temía: Ioana, se apresuraba, cargando las albardas junto a un hombre que no había visto nunca. No hubo tiempo a respuesta. Los conspiradores llegaron a su espalda como salvajes clavándole sus hachas y sus hoces. El cuerpo de Doruj se estrelló contra el suelo ya casi sin vida. Justo antes de que los supersticiosos le cortaran la cabeza y la quemaran pudo reconocerse en los ojos de aquel hombre, que aun faltándole una pierna, ascendió a la tartana llevándose a Ioana para siempre.