El niño

Ahora que el invierno se acerca me doy cuenta de que siempre tuve invierno contigo. El invierno cotidiano del miedo, de un niño que observaba la mirada de su padre intentando escapar del trueno. Te envolvías cada día en tus dos paquetes de tabaco. Esa creí que sería la imagen que me quedaría de ti, entre nubes anárquicas de humo amargo, con esa sombra melancólica especialista en joder las fiestas. Ese olor agrio a colonia barata y sudor. Los tatuajes. La vida a veces nos trae esto, un cuento triste. Cuando apareciste en mi vida tenía 4 años. La barba te llegaba al pecho de piel extrañamente roja y curtida, con manchas blanquecinas, piel de salchichón. No entendía lo que me decían. “Dale un beso a papá”. No. No conocía esa palabra. No podía ser. Con el tiempo aprendí a pronunciarla con tristeza. No fue culpa tuya. No nos caímos bien. No nos lo pusimos fácil. Tú recibiste peor medicina que yo, en el Vall d´Aran. Palos y cinto. Aprendiste a ser rudo para sobrevivir. Yo no. Yo sólo el miedo de la sombra al doblar el pasillo. El miedo a la palabra no dicha. Al silencio que contiene los monstruos que chillan dentro de uno. Por eso con los años fui adoptando la estrategia del camaleón. Sigiloso me camuflaba. Como un metrónomo. Salía cuando tú entrabas. Entraba cuando tú salías. Tic tac. Me hice líquido. No había nada de mí en ese chico. Aprendí a no distinguirme de mi propia máscara.
Por eso 35 años después, cuando empezó tu enfermedad, la enfermedad del olvido, ni las lágrimas de mamá lograron que te viera de otra manera. Allí estuve disimulando junto a la cama. Observándolo todo tras mi máscara. Una máscara que observa otra máscara que observa mi máscara. Como en un juego de
espejos. Qué ironía pensé, bienvenido a mi mundo. Yo que casi no guardo recuerdos, ni tiernos ni amargos. Por fin vas a transitar las mismas calles que yo. No te envidié ese tránsito.


La noche cerrada
Fue en esos primeros años de cuidados y extravagancias, cuando los peores pronósticos arreciaban, y mamá se convertía en esfinge, duna y arena inescrutable, en la única tuareg que surcaba tus cambios de humor, fue en esos primeros años cuando me brotó la rabia. Como un vómito de sangre. Roja y negra. Una hemorragia que manó sin que tú entendieras nada. Un vómito antiguo de todo lo callado. No fue un prodigio de valentía. No me siento orgulloso. Tú me mirabas con una mirada ya despojada de recuerdos y gesto perplejo. Un hilillo de baba paseaba despreocupadamente por la comisura de tus labios. Te quedaste pensativo. Como el que entiende un dolor ajeno a él, haciéndolo suyo como si le estuviesen contando una historia de otros. “Debiste sufrir mucho” me dijiste. Entendí en seguida que no había púgil. Ya era demasiado tarde. Hubiera querido que arremetieras con esa furia de padre padrone, “yo hice lo que pude, bastante tenía con daros de comer, porque de eso nunca te faltó, eh… trabajaba como una mula para que tú…”. ¡Bravo! Eso hubiera sido un buen comienzo para poder escupirte que odiaba tu perpetuo mal humor y la rudeza de sargento. De hombre rudo acostumbrado a tratar con hombres aún más rudos. Que aquel era un niño que no sabía defenderse pero ahora yo venía a hacerlo. Yo, a ajustar cuentas por fin, con mi revolver en la lengua y mi sombrero justiciero porque ya no te tenía miedo maldito viejo. Descerrajarte tres tiros, -mind bullets-, y salir por la puerta oliendo a pólvora y vómito. Pero no, no había púgil. Te habías
escapado. Quizás fue esa vez, al reconocer mi sufrimiento, la primera vez que te vi. Entiéndeme, estoy hablando de algo parecido a la ternura. Esa noche, justo antes de dormir, la perplejidad nos cerró los ojos y nos respiró al oído.


El amanecer inesperado
La vida a veces, nos trae esto, un cuento triste. Un ala negra. Una noche perenne. Mala suerte. La enfermedad siguió su curso. Te manchabas comiendo. Te desorientabas y te encontrábamos intentando salir de casa abriendo la nevera una y otra vez. A veces no reconocías a la gente por la calle. Sin embargo justo cuando la noche se licúa en petróleo asfixiante, es cuando una tenue luz, una ínfima chispa casi imperceptible puede iluminar la estancia. Porque al mismo tiempo que menguaban tus recuerdos, iba in crescendo la sorpresa por la vida, la celebración de las pequeñas cosas, abriéndose paso la ternura, como si hubiese estado ahí siempre, obturada pero ahí. Me gusta pensar que quizás la enfermedad, como inesperada ex machina, ha aparecido para salvarnos y convertir el drama en farsa. Despojándote de toda máscara, devolviéndonos el niño que no pudiste ser; el que hubiera podido jugar en la nieve del valle, e ir a Pallars a la escuela; el que no tuvo que soportar a un padre alcohólico, ni huir de casa con dieciocho, el hombre que no pudiste ser. Y lo pienso al ver cómo cantas sin atinar con la letra. Y te da igual porque inventas lo que falta entre risas sonoras. Y te emocionas al ver un perro. Y lo acaricias. Y te apena ver cómo se lo llevan con correa. Y quieres bailar con todas las mujeres por la calle pero sólo a mamá le susurras al oído que es la más bella de todas. Y agradeces y disfrutas la comida, como un náufrago ¿Quién es este hombre nuevo que resurge de la destrucción de la razón? Que siente, palpita, llora, ríe, baila, toca, juega, late.


Ese otro padre escondido bajo la lava, que hoy retoña y se lleva en la riada también mi máscara. Quizás no siempre el cuento sea triste, como cara b, quizás debajo de toda la mierda y la amargura, esté escondido como diamante en bruto, pugnando por salir, el amor que no pudo ver la luz.