El accidente

Adolf Zaietz salió del hotel de Schwerin donde se alojaba y cogió la B321 en dirección a Lübz, para evitarse un tramo cortado en An der Crivitzer. Apenas media hora de camino. El director les había citado a las cuatro para el maquillaje y el calentamiento de voz. Iba, como siempre, sobradísimo de tiempo.  Había quedado con Magnus, un compañero, barítono holandés, en la cervecería cercana a la iglesia luterana donde representarían esa tarde una versión de Elektra. Acostumbrado a mejores plazas, Adolf no se tomó muy bien tener que desplazarse a una minúscula localidad del norte con un programa del Ministerio Federal de Cultura, para acercar la ópera, a precios populares, a las gentes poco instruidas de las localidades de la periferia. Especialmente ahora, que en tres días iniciarían una gira excitante por los mejores teatros de Europa.

Los bosques de hayas y robles lucían espléndidos bajo el sol de finales de verano, así que bajó la ventanilla. Se divisaba a los somormujos en la distancia, al bordear los humedales, sin llegar a distinguirse su canto. A pesar de la antelación a Adolf le gustaba apretar su coche italiano que adquirió en Múnich en su segundo año en la Ópera Estatal de Baviera. Era una gozada exprimirlo y ponerlo a ciento ochenta por aquellas carreteras tan poco transitadas.

Al pasar Parchim se vio obligado a reducir la marcha cuando llegó a la comarcal y comenzó a ver, ya a pocos kilómetros de Lübz un espectáculo curioso. Un goteo de personas se desplazaba por el arcén en su misma dirección. Se palpaba en ellos el entusiasmo y la alegría. Deben de ir a alguna feria cercana, pensó. Llevado por la curiosidad, aminoró el paso y preguntó a una mujer con aspecto del este. «Queremos ver la ópera, ─le dijo esta. No pasan muchas cosas por aquí. ¡Es una fiesta!». Por lo que parecía, la gente se había movilizado desde las localidades cercanas. Adolf se dio cuenta en ese momento de la gran labor que estaban haciendo llevando algo tan valioso a aquellas gentes. Asombrado por el reguero de personas que iba encontrando a su paso, volvió a acelerar y subió la música. Los rostros se volvían al verlo acercarse y saludaban con la mano. Todo iba bien. Fiel a su pasión por la velocidad, Adolf aprovechó un tramo más ancho y apretó el pedal. Le gustaba sentir el aire en la cara con las ventanillas bajadas, la música a gran volumen y el tacto rugoso de la grava bajo los neumáticos. Desde el volante aquellas gentes que dejaba atrás parecían todas idénticas, como sombras que se fijan un segundo en la retina y se desvanecen. Si no caben todas en la capilla, pensó, qué más da, pueden escucharlo desde fuera. Y así fue acercándose a las inmediaciones de Lübz. Por el margen izquierdo los grupitos aislados casi se habían ido transformando en una estirada hilera. Todo ocurrió muy rápido. Quizá distraído por el ajetreo y la música, apartó un instante la vista de su carril, echó un vistazo a la aguja de velocidad y comprendió de súbito que iba demasiado acelerado. Desde los laterales la gente se echaba a un lado asustada y trataba con gestos de que redujera. No le dio tiempo a hacerlo. En ese instante, los magníficos neumáticos pirelli de su auto resbalaron y se precipitó sobre el arcén, atropellando a un grupo nutrido de gente. El coche impactó contra los guardarraíles, dio dos vueltas por el aire y acabó rebotando varias veces contra el suelo. Cuando Adolf logró salir forzando la puerta del copiloto, vio que del vehículo, destrozado, salía una columna de humo. Se alejó de él cuanto pudo. Se palpó las magulladuras. Y notó que, por suerte, solo parecían rasguños. A su espalda, a unos cincuenta metros, distinguió los gestos de dolor y de llanto de la gente, como una película muda de la que no llegaba a oír los gritos de horror. Sin alarmarse, Adolf se alejó algunos pasos más, se sentó en la cuneta, sacó un cigarrillo y se preguntó si esto haría que se suspendiera la gira.